jueves, 22 de octubre de 2009

Recapitulación

Iba a empezarte igual que siempre. Sentado a la mesa, con un ansia voraz por devorarte de a poco y en mi mente, hasta que mis dientes comenzaran a molerte los huesos, a tronarlos contra el paladar, contra toda esperanza, contra la idea misma del hábito que callas, que suena, firme, como campana, como cristal que cae en mil pedazos, tal vez más, todos al mismo tiempo.

Pero no. Hoy te empiezo de forma distinta a la habitual. Había incluso puesto los cubiertos nuevos sobre la mesa y el delantal escarlata, ya percudido por el tedio y con esa mancha de vino tinto que jamás pudimos quitar. Compré el diario Londinense para la sobre mesa y el disco de John Lee Hooker con su género único de blues para ambientar la noche para sí decides quedarte.

Sentado en la silla de cuatro patas, yo, acomodado a todo, a la vida, a la añoranza, a la muerte y a la desesperanza; decidí de pronto empezar a comerte de forma diferente. Recuerda que no tengo hábitos sanos ni he aprendido a reír ni a conversar con nadie. Soy un poco de todo, mezcla de aquí y de allá, de cobre, estaño, roca y marfil…no soy de una sola pieza; y considero que es mejor tomar un poco más del ‘allá’ que hay en mi, para que me sepas múltiple, disímil, casi igual que como si fueras de ‘aquí’.

He olvidado que no tengo postre. ¿Quizá acordamos que tú lo traerías? No lo recuerdo. Tal vez de camino pases a la repostería y recojas un pastel pequeño, para pocas personas, para ti y para mí. ¿No sé si te dije de cual trajeras? El de naranja realmente nunca me ha gustado tanto y sabes que prefiero los sabores fuertes, obscuros y opacos, chocolate envinado sería excelente opción para acompañar con crema irlandesa.

Y es que sobre el tema de asimilarte de forma distinta, me resulta arduo contener mi afán por desmembrar la historia en solo dos tiempos, y el dulce sabor de la aflicción empuña tan solo una tajada de lo tuyo y tan solo mil tajadas de lo mío.

¿Y si te encontraras inapetente? Porque no por el hecho de tratarse de ti, implica necesariamente que te apetezca probarte. ¿Y si mejor lo dejamos para después? Ya en repetidas ocasiones me haz aplazado sin más ni más, cuyo hecho tampoco implica que yo te guarde antipatía; que más daría entonces, aplazarte a ti otro tanto.

¡Pero sí cuando menos recordaras el pastel! Siempre haz conocido mi gusto por lo dulce, y si tú no gustas comes entonces poco y lo demás lo guardamos para mí, para después, en la nevera.

Algo se me ocurrirá para prepararte, mientras tú te alista y llamas a la puerta. Te he dicho que soy un poco de todo, y considero que de ir en un barco pirata, me daría igual ir en la escotilla, en la proa o en la popa. Recargado en la armadura o en la aleta, a estribor o a babor. Tratándose de ti, lo mismo me daría ser el cocinero o el capitán…o quizá ¿porqué descartarlo? ser el prisionero apuntalado en fila por la espalda, parado sobre la tabla y a punto de ser arrojado por la borda. Ser yo, a quien consecuentemente, algo o alguien, lo devora.

viernes, 2 de octubre de 2009

Pasmo

Apenas llegó a la esquina y desapareció súbitamente. Giró a la derecha, donde cruzan General Bonetti y Carrizales, por el lado de la enredadera con flores opacas que crecen pegadas a la pared descalada. Fue justo al pasar de frente a la tienda donde venden orquídeas, cuando la primera lágrima resbaló de forma involuntaria partiendo su mejilla derecha en dos partes asimétricas. Las que siguieron después, lo hicieron descendiendo de a poco, en un inicio, hasta convertirse en un caudaloso llanto que le acompañó a lo largo de toda la noche.

Aquella extraña sonrisa le había parecido en un inicio más interesante de lo que verdaderamente era. Con el tiempo, ella fue descubriendo que él era un caribe como cualquier otro; muy del mar, muy de los suyos. Se volvió costumbre de cada sábado esperarle y verle, al cinco para la una, bajo el domo de la estación estática. Lo cierto es que ella le aguardaba desde una hora antes. Conforme las manecillas del reloj iban posicionándose en forma de “V”, la quietud de todos los momentos se iban transformando juntos en una nerviosa cuenta de sumas y restas de constantes minutos vivos, vivos y muertos.

El le había comprado la semana pasada un bouquet de margaritas, envueltas en papel blanco y con un listón azul anudado al frente. No eran margaritas de ella ¿Qué estoy diciendo? ¡Sí que lo eran! de las que ella vendía junto a revistas, periódicos y dulces en la sala central de la estación número cuatro del tren que va hasta Kurkubé; más por cinco monedas, aquellas pequeñitas flores del color de la luz habían pasado a ser ahora de él y seguramente de otra.

A ella de él solo le pertenecían la intranquilidad de toda espera y el gozo que poco duraba de verle pasear, ir y venir, a lo largo y ancho de la estación, mientras él aguardaba por el siguiente tren. De ella eran sus periódicos que muy de madrugada recogía en el centro. De ella también eran sus flores y sus dulces; pero de un modo tan efímero y leve, como le era la existencia misma.

Bastaba solamente que alguien más quisiera todo su mundo y estuviera dispuesto a arrebatárselo de golpe, o poco a poco, tras el justo pago del precio al cual diariamente lo ofertaba todo y se quedaba con nada. Tenía el pago, en cambio, para comprar más y más de lo mismo y reconstruir su pequeño mundo lleno de sus flores, sus diarios e instantes tan distantes y ajenos que cada día se ponían en venta: Sus desvelos, el pasear por las calles solitarias bajo la penumbra del día que amanece, bajo la lluvia, en bicicleta con la pila de periódicos sobre la canastilla por la ciudad encharcada, el atado de revistas, el bulto de flores.

¡Era su vida la que ofertaba!, y la dejaba toda a cambio de plata para comprarse su vida de nuevo y de vuelta, de mano en mano, su vida acuosa que se le derramaba toda bajo el paso de la coladera. ¡La sola idea le asqueaba! y era por eso que ahora lloraba…había empezado, a llorar, desde la noche temprana, cuando entendió de cierto que el ejercicio de constante ‘compra-venta’ era algo más que un simple mal negocio que apenas si le daba para comer; sino que se traba de la entrega interminable, como en un círculo, de pequeños trozos de su ser mal barateados a los peores postores que apenas sí le miraban a los ojos por su paso.

Con la brisa de madrugada acariciando su rostro, supuso entre sollozos que era ya muy tarde para reponerse. Pensó también que el tratar de rectificar el rumbo, después de tantos años de juventud desperdiciada, sería una tarea tan inservible como flor marchita o nota de ocho columnas de cualquier periódico con vieja fecha.

Decidió entonces imaginarlo de nuevo…con su olor a mar, con sus flores sostenidas en su mano derecha, bajo la lluvia, y con la pequeña maleta tratando de cubrirse del agua salada que brotaba del cielo como de llanto. Recordó luego el olor del puerto, y lo imaginó ahora a él esperando, llamando bajo la lluvia a la puerta de quien finalmente habrían de pertenecerle, por antonomasia, sus margaritas.