
Aquella extraña sonrisa le había parecido en un inicio más interesante de lo que verdaderamente era. Con el tiempo, ella fue descubriendo que él era un caribe como cualquier otro; muy del mar, muy de los suyos. Se volvió costumbre de cada sábado esperarle y verle, al cinco para la una, bajo el domo de la estación estática. Lo cierto es que ella le aguardaba desde una hora antes. Conforme las manecillas del reloj iban posicionándose en forma de “V”, la quietud de todos los momentos se iban transformando juntos en una nerviosa cuenta de sumas y restas de constantes minutos vivos, vivos y muertos.
El le había comprado la semana pasada un bouquet de margaritas, envueltas en papel blanco y con un listón azul anudado al frente. No eran margaritas de ella ¿Qué estoy diciendo? ¡Sí que lo eran! de las que ella vendía junto a revistas, periódicos y dulces en la sala central de la estación número cuatro del tren que va hasta Kurkubé; más por cinco monedas, aquellas pequeñitas flores del color de la luz habían pasado a ser ahora de él y seguramente de otra.
A ella de él solo le pertenecían la intranquilidad de toda espera y el gozo que poco duraba de verle pasear, ir y venir, a lo largo y ancho de la estación, mientras él aguardaba por el siguiente tren. De ella eran sus periódicos que muy de madrugada recogía en el centro. De ella también eran sus flores y sus dulces; pero de un modo tan efímero y leve, como le era la existencia misma.
Bastaba solamente que alguien más quisiera todo su mundo y estuviera dispuesto a arrebatárselo de golpe, o poco a poco, tras el justo pago del precio al cual diariamente lo ofertaba todo y se quedaba con nada. Tenía el pago, en cambio, para comprar más y más de lo mismo y reconstruir su pequeño mundo lleno de sus flores, sus diarios e instantes tan distantes y ajenos que cada día se ponían en venta: Sus desvelos, el pasear por las calles solitarias bajo la penumbra del día que amanece, bajo la lluvia, en bicicleta con la pila de periódicos sobre la canastilla por la ciudad encharcada, el atado de revistas, el bulto de flores.
¡Era su vida la que ofertaba!, y la dejaba toda a cambio de plata para comprarse su vida de nuevo y de vuelta, de mano en mano, su vida acuosa que se le derramaba toda bajo el paso de la coladera. ¡La sola idea le asqueaba! y era por eso que ahora lloraba…había empezado, a llorar, desde la noche temprana, cuando entendió de cierto que el ejercicio de constante ‘compra-venta’ era algo más que un simple mal negocio que apenas si le daba para comer; sino que se traba de la entrega interminable, como en un círculo, de pequeños trozos de su ser mal barateados a los peores postores que apenas sí le miraban a los ojos por su paso.
Con la brisa de madrugada acariciando su rostro, supuso entre sollozos que era ya muy tarde para reponerse. Pensó también que el tratar de rectificar el rumbo, después de tantos años de juventud desperdiciada, sería una tarea tan inservible como flor marchita o nota de ocho columnas de cualquier periódico con vieja fecha.
Decidió entonces imaginarlo de nuevo…con su olor a mar, con sus flores sostenidas en su mano derecha, bajo la lluvia, y con la pequeña maleta tratando de cubrirse del agua salada que brotaba del cielo como de llanto. Recordó luego el olor del puerto, y lo imaginó ahora a él esperando, llamando bajo la lluvia a la puerta de quien finalmente habrían de pertenecerle, por antonomasia, sus margaritas.